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Anima mundi (fragmento)

Nacido en Segovia en 1969, Luis Moro es un artista que ha tenido, desde muy temprano, una importante difusión internacional de su trabajo. Con apenas veintiún años presentó su primera exposición individual en una galería de París (Galerie 53, París, 1991) y, después de eso, ha tenido exposiciones individuales en Roma, en Praga, en Berlín, en Bruselas, en Oporto, en Milán, en varias ciudades de los Estados Unidos y, más recientemente, en el prestigioso Museo de la Ciudad de México, ciudad en la que reside habitualmente.

Su trabajo como artista ha ido evolucionando desde la pintura figurativa, mezclada con un fuerte expresionismo casi abstracto, hasta la instalación y la exploración de los recursos expresivos de las nuevas tecnologías. De hecho, ha desarrollado un recurso informático propio que permite al espectador ver cómo de sus cuadros brotan imágenes en movimiento.

Sus temas sin embargo siempre han estado muy vinculados a una doble preocupación: la relación del hombre con la naturaleza, ejemplificada por la imagen reiterada y obsesiva del animal en su trabajo, y la relación del hombre con la tradición y la cultura, ejemplificada esta fundamentalmente por su reiterada conversación con escritores, músicos y poetas. Ha colaborado así con poetas como Antonio Gamoneda, Mircea Cărtărescu o Ana Blandiana, o con las Premio Cervantes de Literatura Ida Vitale y Elena Poniatowska. Fruto de esta triple relación entre el interés por la naturaleza, la fascinación por la alta cultura y la experimentación con las nuevas tecnologías fue por ejemplo su interesante exposición titulada Triaca, dedicada a presentar una larga y apasionante reflexión sobre el Dioscórides, el libro de los remedios y de los venenos, editado y traducido al español por el médico y erudito segoviano del s. XVI, el doctor Andrés Laguna.

La presente exposición, titulada SOS (Save Our Souls), es una llamada de auxilio para salvar a las especies y ecosistemas que están desapareciendo en el planeta. Luis Moro entiende que la palabra animal viene de ánima, y es por estas almas animales, por el principio general de la vida del planeta, por el que el artista proclama airadamente: Salvar Nuestras Almas.

La exposición, que recoge obras realizadas entre 1991 y 2023, está pensada como un proceso ascensional, regido por la contradicción y por el conflicto.

Portada Catálogo Exposición

1.- One way

One way

Una flecha nos indica el camino. Se trata de una señal de tráfico. Su interpretación es inequívoca, incluso para los que no sepan inglés: calle de dirección única. Por si fuera poco, las palomas que aparecen allí pintadas sobre la señal, salvo tal vez una, parecen caminar todas en la misma dirección. Dirección única.

Sorprende la coincidencia con el título del célebre libro publicado por Walter Benjamin en 1928: Calle de dirección única. Tal vez se trata de una misma intención. ¿Cuál es la dirección única de la que aquí se habla?

Todo el maravilloso libro de Benjamin está animado por un único y amargo impulso, impulso que parece darle sentido y unidad a toda la obra. Se trata de una mirada herida y desconcertada por la terrible experiencia de la Primera Guerra Mundial, la derrota de Alemania y la hiperinflación subsecuente de los años 1921-1923. Los años que marcaron el signo y la decadencia de la República de Weimar. Precisamente por eso, uno de los textos centrales de este extraordinario libro se titula: “Panorama imperial: viaje por la inflación alemana”. Es tal vez en este texto donde se intuye la “dirección única” hacia la que esta calle parece estar abocada. Algo peor que la decadencia: la aniquilación. Allí escribe Benjamin:

Una extraña paradoja: las personas cuando actúan sólo tienen presente el más cicatero interés privado, pero al mismo tiempo su conducta está determinada como nunca por los instintos de la masa. Y como nunca, tales instintos se han extraviado y vuelto ajenos a la vida. Donde la pulsión oscura del animal, según refieren innumerables anécdotas, encuentra la salida a un peligro inminente aunque todavía invisible, esta sociedad, en la que cada cual mira únicamente por su propio y vulgar bienestar, sucumbe como una masa ciega[1].

Los instintos de la masa se han vuelto ajenos a la vida. Persiguiendo cada uno su propio interés, parece que nos encaminamos hacia la autodestrucción de la especie. No se trata de ninguna profecía agorera. Se trata más bien de la amarga observación de una realidad que cada día se nos impone del modo más elemental y evidente. Mientras que la pulsión oscura del animal encuentra una salida, esta sociedad “sucumbe como una masa ciega”.

Una dirección semejante es la que parece señalar la presente exposición de Luis Moro, en el Museo Esteban Vicente de Segovia. También para él, mientras que el animal podría encontrar una salida, el hombre se encamina hacia su autodestrucción. El título general de su exposición lo dice claramente: “Save Our Souls” (Salvar Nuestras Almas). Se trata, por un lado de una clara llamada de socorro (SOS) y, por otro, de una súplica que expresa el convencimiento de que ya estamos irremisiblemente condenados.

2.- Pólemos

Serie Trebejos

¿A quién se dirigen estas oraciones?

Parece en efecto que el título “Salvar nuestras almas”, además de una llamada de socorro implicase también una oración. ¿Pero a quién se dirige esta oración? ¿Se trata de una advocación religiosa? No sabemos. Aunque es cierto que en la iconografía de Luis Moro también está presente la imaginería religiosa, y que aquí se habla explícitamente del alma y de la salvación, no sabemos si su advocación es específicamente religiosa. ¿Qué es el alma?

Tal vez lo mejor sea seguir avanzando, para tratar de esclarecer el sentido de esta exposición e incluso el sentido general de toda la obra de Luis Moro.

De hecho, al penetrar en la primera sala, lo que nos encontramos más bien es una cierta representación de la guerra. Como si ya estuviéramos condenados. Como si ya no hubiera salvación. Así, encontramos un gran lienzo, titulado Caballo de Troya, junto con dos series de grandes papeles: la una, titulada Trebejos, con imágenes de figuras de ajedrez, y la otra, denominada Anatomía fragmentada, en la que es posible ver dibujos vagamente anatómicos de huesos humanos.

Sin duda el Caballo de Troya es una alusión explicita a la guerra. Así lo vemos en la espada pintada por Luis Moro sobre el cuerpo del caballo. También lo son la torre, el peón, el alfil y los caballos: las figuras del juego de ajedrez, que no deja de ser un juego de guerra. Por último, los huesos descarnados de la serie Anatomía fragmentada también aparecen aquí como una especie de emblema de la guerra. La sala la preside un gran cuerpo yacente, dibujado en escorzo, que no deja de recordarnos el Cristo muerto de Mantegna. ¿Se trata de una iconografía religiosa?

La guerra es invocada aquí casi en un sentido heraclitano, como principio creador, como padre y madre de todas las cosas. Es lo que al respecto nos cuenta Plutarco:

Heráclito llama a la Guerra abiertamente «padre, rey y señor de todos», y dice que, cuando Homero implora «que la discordia cese tanto entre dioses como entre hombres», no se da cuenta de que maldice la generación de todas las cosas, ya que éstas tienen su generación a partir de una lucha y de una contraposición[2].

Por eso también aquí, aunque encontramos ciertamente cuerpos destrozados o fragmentados, la guerra es presentada solamente en un sentido alegórico, simbolizada por un juego (el ajedrez) o figurada bajo la forma de una espada. Pero también la guerra es pensada como un principio de la vida. Pues es la vida, sin lugar a dudas, lo que aquí se trata de pensar.

¿La vida? ¿No resulta un poco extraño hablar de la guerra y de la muerte para pensar la vida? No, en modo alguno. Y no solo porque el acontecimiento prodigioso de la vida esté íntimamente vinculado al hecho frío y objetivo de la muerte, sino también por el modo en que la vida misma parece brotar, según quiere Heráclito, de la lucha de contrarios. Es así como lo explica el propio Aristóteles, en su Ética a Eudemo:

También Heráclito censura al poeta que dice «que cese la discordia tanto entre dioses como entre hombres»; pues entonces no habría armonía, si no existieran lo agudo y lo grave; ni habría animales si no existieran hembra y macho, que son contrarios[3].

La guerra de contrarios es entonces el elemento generador de los animales. Y también la guerra aparece aquí como un principio generador de los seres animados. Animales, es decir, seres dotados de animus, es decir, de ánima.

¿Qué es el alma?

3.- Cartografía animal

Cartografía animal

El De Anima, el tratado que Aristóteles dedicó al estudio del alma, es en realidad un tratado acerca de los seres vivos y, en especial, de los animales. “Pues la vida animal —escribe Aristóteles— tiene en el alma su principio”[4].

La tradición filosófica entiende que el alma es el fundamento explicativo de la vida. Y este fundamento estaba asociado desde antiguo a la idea del aliento y de la respiración. De modo que exhalar (expulsar el aliento) es todavía sinónimo de morir. Así, el carácter espiritual del alma procede en realidad de este modelo aéreo de la respiración. Lo mismo que el animus latino es un aliento, también el nombre griego del alma, la ψυχή, procede del verbo griego ψύχω, que quiere decir respirar. Y por tanto, el elemento vital de la psique es en realidad el aliento de la respiración. Sin embargo, el propio Aristóteles se opuso explícitamente a este modo de considerar las cosas, observando que, a pesar de ser seres vivos, ni las plantas ni muchos animales respiran.

También Luis Moro trata de indagar lo que es la vida y lo que es el alma, investigando las distintas especies animales. En la ya larga compilación titulada “Cartografía animal”, el artista ha desarrollado una serie de collages de figuras animales sobre las páginas de una revista de divulgación científica, llamada National Geographic. El título de la serie parece entonces aludir a la coincidencia de la cartografía, característica de los mapas y de la geografía, con la gran diversidad de las figuras animales aquí representadas. De hecho, la serie “Cartografía animal” fue presentada por primera vez en 2011, en la Ciudad de México, en la sede de la hermosa Biblioteca Miguel Lerdo de Tejada, donde el artista quedó fuertemente impresionado por la sala de mapas italianos. De modo que muchos de los cuerpos de los animales aquí representados están hechos precisamente a partir de mapas. Así podemos ver figuras de aves, peces, insectos, serpientes o de mamíferos recortadas sobre el papel, y puestas a veces en relación con textos, a veces en relación con objetos disparatados, completamente ajenos al mundo animal. Se trata sin duda de una característica típica del collage: la yuxtaposición de elementos visualmente heterogéneos. Y así vemos a estos animales en interacción con objetos de la técnica, de la cultura o de la propia geografía. De hecho, a veces las propias siluetas que dan cuerpo a estos animales aparecen recortadas a partir de textos o a partir de mapas, como si en realidad fuesen ellos también productos culturales, dándole así una mayor consistencia a la nueva denominación que Jacques Derrida propuso para llamar a los animales, a los que, entendiendo que también están poseídos y colonizados por la palabra, decidió denominarles animots (anipalabras o animotes, como se ha traducido aquí)[5].

El animote es en efecto el nuevo objeto de investigación de Luis Moro en esta “Cartografía animal”. Pero animotes dotados de alma. No olvidemos el título de esta exposición: Save Our Souls.

4.- Paraísos elementales

Por eso su acercamiento al animal es tan peculiar y tan extraño. A veces parece un biólogo estableciendo distintas clasificaciones de los seres vivos. Pero, si nos fijamos con más detenimiento en los animales de la zoología particular de Luis Moro, observaremos que ni son tan diferenciados ni son tan diversos. No se encuentran por lo general entre su fauna los animales que solemos considerar domésticos. No hay vacas ni caballos ni ovejas ni cerdos. Tampoco perros ni gatos. No hay gansos ni gallinas ni conejos. De no ser porque le atrae especialmente su componente espiritual, los animalia podrían aparecer aquí como representación de las alimañas. A pesar de que la alimaña deriva su nombre de la aliteración del genérico plural latino de los animales, parece que en su nombre se ocultase una especial animadversión contra estos seres vivos, que se consideran particularmente perjudiciales o dañinos. Pero no es tampoco el monstruo ni la fiera terrible la que atrapa su mirada. A veces hay batracios, a veces espinas de pescado y a veces la figura estilizada del caballito de mar. Sin embargo, en la serie titulada “Paraísos elementales”, lo que más nos encontramos son insectos.

Es fascinante la gran riqueza y diversidad de mundos que oculta en su interior el nombre genérico del insecto. Su etimología es bien extraña, pues al parecer procede del latín in-secare (cortar, hacer una incisión), aludiendo con ello a los cortes o a las líneas que presentan los cuerpos de estos animales. Esta etimología es calco de la palabra griega en-tomos, de donde deriva su nombre la ciencia que estudia los insectos: la entomología.

De hecho, en su acercamiento al mundo de los animales, más que como un biólogo o como un botánico, Luis Moro se dirige a ellos con las herramientas de un entomólogo. Se sirve de un microscopio, los observa con detenimiento, los dibuja, los clasifica y los pinta. Se calcula que hay más de ocho mil millones de especies diferentes de insectos. La mayor parte de sus clasificaciones atiende a la forma y disposición de sus alas: lepidópteros, coleópteros, himenópteros… Muchos sin embargo carecen de alas. Pero es tal vez esta naturaleza alada del insecto lo que lo hace también particularmente cercano a la imagen del alma. Ya lo dice Platón en El Fedro:

El poder natural del ala es levantar lo pesado, llevándolo hacia arriba, hacia donde mora el linaje de los dioses. En cierta manera, de todo lo que tiene que ver con el cuerpo, es lo que más unido se encuentra a lo divino (Fedro, 246 d).

Contemplando la serie de pinturas titulada “Paraísos elementales”, caracterizada fundamentalmente por la representación de insectos aplastados sobre el lienzo, se pueden hacer al respecto tres observaciones:

1.- Los cuerpos aplastados no solo son la representación del cuerpo muerto del animal, sino que constituyen el corpus material de la pintura. Son ellos los que se desparraman cromáticamente sobre el lienzo, configurando extensas manchas de color. Sin duda escenifican el juego con la tradición de la abstracción y, en particular, del expresionismo abstracto. Pero estos cuadros son inequívocamente ejercicios de virtuosismo pictórico. Combinan por un lado el prodigioso realismo de las alas de los insectos con la mancha desparramada sobre el lienzo, correspondiente al cuerpo aplastado del ser vivo. Constituyen desde luego el motivo más característico y más personal de la pintura del artista. Su lenguaje inconfundible.

2.- Sin embargo, la parte figurativa de los mismos representa, por lo general, las alas de los insectos muertos, reproducidas con un sorprendente realismo. Se trata inequívocamente de observaciones hechas al microscopio, y reproducidas con gran exactitud sobre la tela. Con ello se reúnen ciertamente, en la obra de Luis Moro, arte y ciencia.

3.- Pero lo que resulta particularmente interesante de estas pinturas es el contraste entre el cuerpo desparramado de los insectos, frente a la casi perfecta conservación de las alas. Como si las alas fuesen un símbolo de supervivencia. De modo que el cuerpo de los insectos aparece como representación de su cuerpo mortal, mientras que el ala sería la representación de su alma. Aquello que pervive todavía.

5.- Alegoría de la caverna

Clave de sol II

Del alma también se trata en la sala consagrada al estudio de las sombras. Los cuadros que aquí se presentan son imágenes de proyecciones de luces, recortadas sobre fondo negro. Algunos llevan títulos como “Fuegos fatuos”, “Estrellas fugaces” o “Clave de sol”, aludiendo con ello a la idea de luces efímeras y pasajeras. Pero la mayor parte configuran una serie titulada “Alegoría de la caverna”, lo que nos confirma que aquí se trata de un estudio de las sombras.

No es sin embargo la alegoría platónica de la caverna, que aparece en el libro VII de La República, un mito especialmente relacionado con el alma. Se trata más bien de un mito que explica cómo es nuestro conocimiento del mundo y cuál es la verdadera realidad. Un mito que busca establecer la diferencia entre el conocimiento cierto y la opinión, que se basa en la mera apariencia engañosa de las cosas. Es decir, la diferencia entre la doxa y la episteme. De ahí la relevancia que tiene, en este relato, la realidad de las sombras. Pero es cierto que aquí Platón no se ocupa ni del alma ni de su inmortalidad. En el propio libro de La República aparece otro relato mucho más pertinente que este de la caverna, relacionado explícitamente con la idea de la inmortalidad del alma: el mito de Er, hijo de Armenio, muerto en la guerra y resucitado por los dioses.

Pero también es cierto que la sombra —el elemento fundamental de la caverna— era desde antiguo la primera imagen visual de las almas de los muertos, pues no resulta fácil representar gráficamente el aliento o lo espiritual del alma. Vemos así en la Odisea al propio Ulises descendiendo a los infiernos, donde se encuentra con su madre, sin saber que había muerto. Después de hablar con ella, el héroe trata de abrazarla, pero el espectro de su madre se desvanece ante sus intentos, “como una sombra —dice Homero— o como un sueño” (Odisea XI, 204). También Orfeo desciende a los infiernos para tratar de recuperar a su adorada Eurídice. Con la fuerza de su canto consigue —según nos cuenta Ovidio— conmover a los dioses del Averno, quienes por ello permiten a la muerta que avance hacia su amado, de entre las sombras recientes (inter umbras erat illa recentes). (Met. X, 48).

La sombra era entonces desde antiguo una imagen posible del alma y de su principio espiritual y se identificaba hasta tal punto como representación suprema del Espíritu que, en el mito cristiano de la encarnación, es la sombra del Espíritu Santo la que fecunda a la Virgen María. “El Espíritu Santo vendrá sobre ti —le dice el ángel a María—, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso el santo Niño que nacerá será llamado Hijo de Dios” (Lc I, 35).

Pero las sombras son aquí invocadas también como una especie de principio espiritual de la pintura. Pues, según nos cuenta Plinio el Viejo, la propia pintura tuvo su origen como esquiagrafía, circunscribiendo sombras. Fue una doncella de Corinto, hija de Butades de Sición, la que, tratando de retener el recuerdo de su amado, trazó con un tizón sobre la pared el perfil de su sombra: “ella y el amor con un joven que partía a un lejano viaje dibujó los contornos de las líneas, en la sombra de su rostro proyectado en una pared por la luz de una lámpara” (Hist. Nat, XXXV, 12).

Luis Moro evoca esta doble historia de amor entre la sombra y la pintura, en un último lienzo negro presente en esta sala, en el que un cuadro con un anagrama proyecta su sombra alargada sobre la pared. Se trata de la sombra pintada de una sombra. La inscripción del anagrama dice claramente: SOS. El animal totémico, dibujado en el interior del cuadro, parece un cachorro genérico de animal. No se sabe si es un perrito, un corderito o un torito. La idea al parecer es la de que represente a todos ellos. El mundo animado en general está en peligro. Salvar Nuestras Almas.

Por eso es cierto que aquí el mito platónico de la caverna aparece también conmemorado no solo como alegoría de la pintura, sino como una metáfora ascensional de las formas más bajas de lo anímico, hasta sus formas más elevadas. Como emblema por tanto del alma que da vida a todos los seres animados, desde los más exánimes e indefensos, los microbios, hasta el principio general de la vida de todo lo existente, la llamada anima mundi.

Sigamos pues este proceso ascensional.

La pintura que encontramos a continuación tiene unas características completamente diferentes. Después de la sala de las sombras, no solo encontramos una pintura colorida y luminosa, sino plasmada sobre un fondo traslúcido. Son de nuevo figuras de animales, pero pintadas de modo experimental sobre pantallas serigráficas. Es interesante este procedimiento pictórico, pues dota a las imágenes de una doble dimensión. Esta doble dimensión se hace explícita por el hecho de que estos cuadros están pintados por sus dos caras. De modo que una iluminación posterior nos puede revelar una u otra de sus apariencias. Pero además hay en esta serie un elemento iconográfico novedoso. Pues en ellos son claramente visibles ciudades, edificios, ventanas, sombreros y perchas, junto a la imagen anonadada, o más aún, mortificada de los animales. De hecho, algunos aparecen ya solo como trofeos, cornamentas o como reliquias de caza. Se trata por tanto, inequívocamente, de la irrupción del otro animal en esta escena. El animal que habita en las ciudades, como le llama Aristóteles: zoón politikón. El animal que luego estoy si(gui)endo, como le llama Derrida.

6.- INRI

Igne Natura Renovatur Integra

El proceso ascensional termina sin duda con la salida de la caverna y con la contemplación de la verdadera realidad. Sin embargo, esta verdadera realidad no está en modo alguno idealizada. De lo contrario no sería real. Pues lo real, como quiere Hegel y como quiere Lacan, siempre es necesariamente traumático. Platón nos describe este mundo real del siguiente modo, hablando del esclavo liberado:

—Necesitaría acostumbrarse, para poder llegar a mirar las cosas de arriba. En primer lugar miraría con mayor facilidad las sombras, y después las figuras de los hombres y de los otros objetos reflejados en el agua, luego los hombres y los objetos mismos. A continuación contemplaría de noche lo que hay en el cielo y el cielo mismo, mirando la luz de los astros y la luna más fácilmente que, durante el día, el sol y la luz del sol (República 7, 516 ab).

El mundo real por tanto también es un mundo de sombras y de imágenes reflejadas en el agua. Pero Luis Moro nos lo representa sin embargo de un modo aparentemente contradictorio:

Dos gigantescos colosos y un descomunal cancerbero presiden esta nueva sala. Más que un acceso a un mundo ideal parece como si retornásemos más bien a los infiernos. ¿Hemos ascendido entonces a un lugar celestial o descendido hasta el Averno? «El camino hacia arriba y hacia abajo es uno y el mismo», nos dice Heráclito (D.K. 22 B 60).

Por un lado encontramos también en esta sala un gran árbol que tal vez podría ser memoria y recuerdo del árbol del paraíso. Su título, “Un árbol de otro mundo”[6], nos hace desde luego pensar en esta dualidad, a medias entre lo terrestre y lo celeste o, incluso mejor, entre lo infernal y lo terrenal. El propio árbol parece encontrarse entre la vida y la muerte. Tiene ciertamente frutos, pero carece de hojas. El modo mismo en que este árbol está pintado, como en tres planos diferentes, parece recordarnos esta triple realidad que todo árbol proclama: su pertenencia a los tres mundos: el inframundo, el terrenal y el celestial.

Hay más duplicidades sorprendentes en esta sala. Si nos fijamos bien, el gigantesco cancerbero, un mastín de enormes patas, aparece protegiendo en realidad no la entrada a los infiernos, sino la imagen inequívoca de un crucificado. De hecho, el propio lienzo lleva el título Crucifixión. ¿Se trata entonces del cielo o del infierno? Es cierto que, según la fe cristiana, también Jesucristo descendió a los infiernos. Pero no descendió crucificado, sino, como todavía se recita en el Credo: «Padeció bajo el poder de Poncio Pilato. Fue crucificado, muerto y sepultado. Descendió a los infiernos».

¿En qué lugar tan extraño nos encontramos entonces? ¿Ante un Calvario, protegido por dos gigantescos colosos y un perro cancerbero? De ser así, resulta una extraña y novedosa escenificación de la Pasión. Desde luego, se trata del escenario de un crimen. Pues, frente a este crucificado nos encontramos un enorme lienzo de ocho metros de largo, con la imagen de un ciervo en el bosque, cuyo título de nuevo es nada menos que INRI. Es el evangelio de Juan el que nos explica el sentido de esta inscripción: «Pilato redactó también una inscripción y la puso sobre la cruz. Lo escrito era: “Jesús de Nazaret, el rey de los judíos”». (Jn 19, 19). INRI son entonces las siglas de esta inscripción en latín: Iesus Nazarenus Rex Iudæorvm.

Es cierto que, en la iconografía cristiana antigua, el ciervo ha sido utilizado recurrentemente como imagen de Cristo. Y también aquí el ciervo es presentado como una víctima inocente, en medio del bosque. Nos mira directamente a los ojos y nos interroga: ¿por qué me tratáis así? De hecho, lo vemos representado bajo los símbolos de su propio martirio. Donde debería aparecer la inscripción de su sacrificio, el titulus crucis, vemos un cartel con diferentes cartuchos de caza. Allí no pone precisamente INRI, sino un símbolo claro y explícito de la violencia que ejercemos contra los otros animales.

Esta misma obra (o una semejante) ya fue presentada por Luis Moro en la soberbia exposición titulada “Resistencia animal”, realizada en 2020, en el Museo de la Ciudad de México. En aquella ocasión, Moro manifestó su interés por los animales salvajes que viven sin embargo en medio de nosotros, en nuestras ciudades. El primer título que el artista le puso a esta obra fue “La jungla urbana”. Al respecto escribió José Manuel Springer, curador de la exposición: «La finalidad que persigue el artista es despertar la curiosidad por nuestro entorno natural-urbano, aquel que nos hace animales humanos con necesidades y deseos de sobrevivir, respetando la coexistencia de los demás seres vivos»[7]. Si los animales viven también en la polis, entonces ya no hay motivo para no considerarlos también como animales políticos. De modo que este lugar de convivencia que es la polis, ya no es el cielo o el infierno, sino la ciudad que, como animales, compartimos con los otros seres vivos.

Esta misma convicción la expresa igualmente el políptico titulado Sinfonías paralelas (2018-2023), en el que aparece un pájaro posado en un árbol, en un contexto plenamente urbano, al lado de cables e instalaciones eléctricas. Pero, si nos fijamos un poco, veremos que el cuerpo del ave está configurado por la imagen de un grupo de hombres y de mujeres en un entorno festivo. Aristóteles pensaba al hombre como animal urbano, pues consideraba la polis su ámbito natural, y por eso lo denominó “animal político” (zoón politikón). Pero Luis Moro nos muestra que el cuerpo y el alma de los animales también está politizado.

De hecho, el largo lienzo con el ciervo asustado recibe efectivamente también el nombre de INRI, y sin embargo nuestro artista lee este inri como anagrama de otras siglas diferentes: “Igne Natura Renovatur Integra”. Dicha sentencia, según la cual “La naturaleza se renueva íntegramente por el fuego”, parece que se remonta a una tradición hermética y alquímica, heredada en realidad de Heráclito. Es en efecto, de nuevo Heráclito de Éfeso el que afirma: «Este mundo, el mismo para todos, ninguno de los dioses ni de los hombres lo ha hecho, sino que existió siempre, existe y existirá en tanto fuego siempre vivo, encendiéndose con medida y con medida apagándose». (D. K. 22 B 30)[8].

Luis Moro parecería apuntar aquí a un carácter apocalíptico de esta imagen del fuego, de no ser porque presta más atención al elemento regenerador. De hecho, en medio de un paisaje aparentemente calcinado vemos cómo, de entre las astas del ciervo, parecen brotar unos tallos verdes. “El sentido simbólico del ciervo —escribe Juan Eduardo Cirlot en su Diccionario de Símbolos— se halla vinculado al del Árbol de la Vida, por la semejanza de su cornamenta con las ramas arbóreas. También es símbolo de la renovación y crecimiento cíclicos”[9]. La vida misma parece regenerarse a través del fuego, de la muerte y de la destrucción. También lo dijo Heráclito, refiriéndose a la confusión entre el nombre del arco (biós) y de la vida (bíos): «Nombre del arco es vida; su función es muerte». (D. K. 22 B 48).

7.- Gaia

Serie Lignum vitae

Animales políticos, animales urbanos. Vida y muerte. Cielo e infierno. Renovación y purificación a través del fuego. Muerte y resurrección. Violencia y poder. Parece como si nos hubiéramos internado en un totum revolutum, en el que todas las cosas se mezclasen con sus contrarias. Parcialmente es así, pero no solo. Porque de hecho alcanzamos en nuestro ascenso finalmente una sala que podría ser imagen y representación del mundo platónico ideal.

Después de haber visto guerras, conflictos, regeneración y destrucción, animales y animotes, alcanzamos finalmente una sala en la que nos encontramos animaciones en 2D y en 3D de esos mismos animales. Pero esta expresión es sorprendente, porque alude doblemente al animus del ánima. Animaciones decimos de los animales, como si accediéramos aquí por fin a la contemplación directa del principio vital maravilloso que todo lo anima. El propio Platón nos describe así, en el Timeo, este principio ascensional:

Creo que lo que me pasa es algo así como si alguien, después de observar bellos animales, ya sea pintados en un cuadro o realmente vivos pero en descanso, fuera asaltado por el deseo de verlos moverse y hacer, en un certamen, algo de lo que parece corresponder a sus cuerpos (Timeo 19 b, c).

Esta nueva realidad que ahora contemplamos es la llamada “realidad virtual” o incluso a veces es también llamada “realidad aumentada”. Es decir, se trata entonces de una realidad que es, como el mundo platónico de las ideas, más real, más verdadera que la mera realidad de las apariencias, de las sombras de los animales y de las otras cosas. Ascendemos así finalmente a la contemplación de este mundo ideal, en el que se manifiesta por fin el principio vital que andábamos buscando: la explicación general de todo lo viviente.

Luis Moro se muestra preocupado por la extinción y desaparición de ecosistemas y microecosistemas. Su mirada microscópica sobre los insectos le desvela terribles y catastróficos acontecimientos que, por lo general, nos pasan desapercibidos. Él mismo manifiesta haber contemplado en cierta ocasión, cerca de su casa, una batalla de hormigas, enfrentadas a muerte durante varios días. En aquella batalla siniestra, unas hormigas decapitaban a otras a mordiscos, les amputaban patas o partes de su cuerpo y las despedazaban. La naturaleza misma es bastante cruel. Tal vez por eso, las imágenes de guerra y destrucción, de transformación y regeneración, e incluso de muerte y resurrección, son por ello muy frecuentes en su trabajo. Aunque él, más que de muerte y destrucción, prefiere hablar de “metamorfosis”, como la transformación de la larva en el capullo y de este a su vez en mariposa.

Sin embargo, si la idea del alma está presente en toda la exposición no es solo como alusión a los llamados animales, sino también —ya lo hemos dicho— como referencia a la denominada “anima mundi”. Cuando Luis Moro dirige esa llamada o esa advocación a “Salvar Nuestras Almas” —tal y como se titula esta exposición— es evidente que se dirige a una conciencia superior, a una conciencia más alta que pueda llevar consigo la responsabilidad de salvar la vida del planeta. Esta conciencia superior es parcialmente religiosa, como en la teología judía, cristiana e islámica, pero es también sin embargo parcialmente laica. Moro trata de pensar ese alma del mundo con alusiones a la tradición religiosa, pero también a la tradición alquímica y hermética, sin dejar por ello de lado la tradición científica. Por eso ha decidido denominar Gaia a este principio general de la vida, a la que podríamos considerar también como verdadera “anima mundi”.

Ha sido el químico inglés, James Lovelock quien, en su libro titulado GAIA, a new look at Life on Earth (1979), formuló la hipótesis de que la vida del planeta estaba regulada por una forma biológica superior, responsable del equilibrio homeostático del planeta. «Utilizo a menudo la palabra Gaia —escribe Lovelock— como abreviatura de la hipótesis misma, a saber: la biosfera es una entidad autorregulada con capacidad para mantener la salud de nuestro planeta, mediante el control del entorno químico y el físico. Ha sido ocasionalmente difícil, sin acudir a circunlocuciones excesivas, evitar hablar de Gaia como si fuera un ser consciente»[10].

La hipótesis de una conciencia planetaria, responsable espiritual de los destinos del cosmos, es en realidad una hipótesis antigua. Se encuentra ya en los primeros filósofos presocráticos. Desde luego en Heráclito, en relación con el Logos, y en Anaxágoras, bajo el nombre de Nous. El propio Platón formuló en el Timeo una versión de esta idea espiritual del Cosmos. «Es así que, según el discurso probable, debemos afirmar que este universo llegó a ser verdaderamente un viviente provisto de alma y razón por la providencia divina» (Timeo 30b).

Y esta noción platónica fue de algún modo mantenida por toda la tradición de la filosofía. La defiende Plotino y toda la escuela hermética. Es más raro encontrarla en la tradición medieval cristiana y, sin embargo, Luis Moro me señala la obra de Nicolás de Cusa como un ejemplo de los mismo. En efecto, en el capítulo 5 del libro II del De docta ignorantia afirma el cusano:

Si se examinan con agudeza las cosas dichas no será difícil ver el fundamento de aquella verdad de Anaxágoras (todo está en todo), la más elevada tal vez de Anaxágoras. Según lo manifestado en el libro primero, Dios está en las cosas de manera tal, que todas las cosas están en Él mismo. Y ahora se verá que Dios, casi mediante el universo, está en todas las cosas; de ahí que todas las cosas estén en todas, y cualquiera en cualquiera[11].

Este mismo principio panteísta lo defiende también Giordano Bruno y por supuesto el filósofo judío Baruch de Spinoza. Pero es también la convicción manifestada abiertamente por Schelling y por Hegel. «Según mi modo de ver —escribe Hegel al principio de la Fenomenología del Espíritu— todo depende de que lo verdadero no se aprehenda y se exprese como sustancia, sino también y en la misma medida como sujeto»[12]. Hegel decidió darle el nombre de Espíritu a esta autoconciencia de sí misma generada por la propia naturaleza en la figura del hombre.

Tampoco Luis Moro se sale de esta tradición. De hecho desea incluso darle, como Lovelock, la dignidad de la observación científica verificable y contrastable. Lovelock presenta su hipótesis del siguiente modo:

El conjunto de los seres vivos de la Tierra, de las ballenas a los virus, de los robles a las algas, puede ser considerado como una entidad viviente capaz de transformar la atmósfera del planeta para adecuarla a sus necesidades globales y dotada de facultades y poderes que exceden con mucho a los que poseen sus partes constitutivas[13].

Por eso Moro habla explícitamente de las almas de los seres animados, entre las cuales se encuentran por supuesto también las de los hombres, y de Gaia, como verdadera ánima del mundo. Y en la última sala de esta exposición lo que nos encontramos es entonces esta representación ideal de este alma del mundo, dando vida, animando y conservando a todos los otros seres animados: los árboles, los pájaros, los insectos y los peces.

8.- Metamorfosis

Anima mundi

Casi desde el principio lo hemos visto y lo hemos venido anunciando. Podría en efecto resultar extraño y paradójico hablar de la guerra como un principio generador, como padre y madre de todas las cosas. También puede resultar chocante pensar que la naturaleza se renueva íntegramente por el fuego. Pero es esta una de las certezas que acompañan la visión ecologista y conservacionista de Luis Moro: allí donde hay muerte y destrucción, allí también hay un principio de renovación y de vida. Esta observación procede de la contemplación de la vida de los insectos. La transformación del huevo en larva, y de la larva en gusano y de este a su vez en capullo, del que aparecerá finalmente la mariposa que, antes de morir, pondrá sus huevos para sembrar una nueva vida. Es el ciclo vital que retorna y que se renueva a través de la violencia y de la muerte. Y entonces la muerte aparece como la otra cara de la vida.

Una serie final, en la exposición de Luis Moro, nos recuerda una vez más este primer principio. La serie se titula “Jardín animado” y en ella no vemos propiamente flores ni plantas, ni tampoco imágenes idílicas de un mundo paradisíaco, sino más bien cuadros de eclosión, nacimiento y transformación de nuevos insectos. De nuevo ejercicios de pintura y de color. Sin embargo, el artista nos insiste en que se trata más bien de otras representaciones de la vida misma, esta vez bajo la forma de larvas de ciempiés.

Con el concepto general de “metamorfosis” Ovidio nos legó un genial relato de las transformaciones de los dioses, de los héroes, de las ninfas y de los mortales en otros seres míticos o prodigiosos. “Es mi deseo ­­­—dice al principio de su poema— exponer las transformaciones de los cuerpos en formas nuevas” (Met. I, 1). Estas transformaciones son para él la forma general de la vida misma. Es lo que afirma al final de su libro, a propósito del pensamiento de Pitágoras y su doctrina de las reencarnaciones:

Pero, para no divagar alejándonos de nuestra meta en un carro olvidado de que a ella se dirige, el cielo y cuanto hay debajo de él sufre metamorfosis, y la tierra y cuanto hay en ella, y también nosotros, que formamos parte del mundo, porque no somos sólo cuerpos, sino también almas voladoras y podemos ir a domicilios animales y sumirnos en cuerpos de reses (Met. XV 453-459).

Ahora ya sabemos por fin cuáles son las ánimas que pueblan los jardines de Luis Moro. Se trata sin duda de los seres animados. Ahora también sabemos cuáles son las almas que tienen que ser salvadas: la vida misma del planeta. Es más, intuimos incluso cuál es esa entidad de tipo superior a la que el artista invoca, lanzando un oscuro grito de socorro: SOS (Salvar nuestras almas). Se trata tal vez de Gaia o tal vez tan solo de la propia conciencia espiritual que tenemos los hombres, en cuanto autoconciencia de la naturaleza. Hegel denominó Espíritu a esa autoconciencia. «Pero la vida del Espíritu — escribió en la Fenomenología— no es la vida que se asusta ante la muerte y se mantiene pura de la desolación, sino la que sabe afrontarla y mantenerse en ella. El Espíritu solo conquista su verdad cuando es capaz de encontrarse a sí mismo en el absoluto desgarramiento»[14].

Miguel Cereceda – Comisario

Pólemos

[1] Walter Benjamin, Calle de sentido único, trad. de Richard Gross, Periférica, Cáceres, 2020, p. 38.

[2] PLUT., De Is. et Os. 370d ; trad. Conrado Eggers Lan y Victoria E. Juliá, Los filósofos presocráticos, vol. I, Gredos, Madrid, 1978, frag. 626.

[3] Arist., Ét. Eud. VII 1, 1235a, en Los filósofos presocráticos, op. cit., frag. 627.

[4] Arist., Del alma, I, 1, 402a. Trad. de Francisco de P. Samaranch, Aguilar, Madrid, 1982.

[5] La violencia ejercida sobre el animal comienza, por lo demás —dice Derrida—, con este pseudo-concepto, «el animal», esta palabra utilizada en singular, como si todos los animales, desde la lombriz hasta el chimpancé, constituyesen un conjunto homogéneo al que se opondría, radicalmente, «el hombre». y a modo de respuesta a esta primera violencia, Derrida se inventa esta otra palabra, «l’animot» [el «animote»] que, cuando se pronuncia, deja oír [en francés] el plural, «animaux», en el singular y recuerda la extrema diversidad de animales que «el animal» borra; «animot» que, escrito, hace ver que esta palabra, «el animal», no es precisamente más que una «palabra», un «mote». Marie-Louise Mallet, “Prefacio”, en Jacques Derrida, El animal que luego estoy si(gui)endo, trad. de Cristina de Peretti y Cristina Rodríguez Marciel, Trotta, Madrid, 2008, p. 10.

[6] Sacado del título homónimo del libro homenaje a Antonio Gamoneda, Un árbol de otro mundo, Vaso roto, Madrid, 2011.

[7] José Manuel Springer, “Resistencia animal”, en el catálogo de la exposición homónima de Luis Moro, en el Museo de la Ciudad de México, México, del 23 de enero al 8 de marzo de 2020.

[8] Sigo la versión de Conrado Eggers Lan y Victoria E. Juliá, Los filósofos presocráticos, vol. I, Gredos, Madrid, 1979.

[9] Juan Eduardo Cirlot, Diccionario de símbolos, Siruela, Madrid, 1997, p. 135.

[10] J. E. Lovelock, GAIA, Una nueva visión de la vida sobre la Tierra, Ediciones Orbis, Madrid, 1985, p. 6.

[11] Nicolás de Cusa, La docta ignorancia, Libro II, capt. 5, trad. de Manuel Fuentes Benot, Aguilar, Buenos Aires, 1961.

[12] G. W. F. Hegel, Fenomenología del Espíritu, trad. de Wenceslao Roces, Fondo de Cultura Económica, México, 1966, prólogo, p. 15.

[13] Lovelock, Gaia, op. cit. p. 14.

[14] Fenomenología del Espíritu, op. cit. Prólogo, p. 24.